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CHAPLÍN CON ALAS | Sergio Romano

Chaplín con alas

de Sergio Romano

Habían pasado cuatro meses del histórico ascenso a primera división en cancha de Huracán,
tarde en que todo un barrio salió a la calle y se vistió de blanco y negro, festejando y aplau-
diendo a la caravana que en procesión llegaba desde Parque de los Patricios.
Ahora, el tan ansiado debut en la máxima categoría del fútbol argentino, corría marzo de mil
novecientos setenta y tres, y yo con mis ocho años recién cumplidos, iba a tener el primer en-
cuentro con mi querido All Boys, el Albo de Floresta.
Qué decir del club, que tanto a mí como a muchos de los chicos del barrio, nos abrazó como
una segunda casa. Era en definitiva el lugar favorito de encuentros y de tardes de picado a la
salida de la escuela.
En esa primera fecha el rival fue San Lorenzo de Almagro y nos tocó hacer de local en la
cancha de Atlanta.
Nos trepamos al Kaiser Carabela de Lalo, el papa de mi amigo Gustavo, y salimos desde Con-
cordia y Camarones en Villa Santa Rita –exactamente a media cuadra de la Iglesia que le dió el
nombre al barrio– rumbo a Villa Crespo.
Recuerdo la emoción al recorrer la Avenida Juan B. Justo, que estaba repleta de autos y ca-
mionetas rastrojeras, ocupadas por hasta veinte personas y una marea de banderas blanqui-
negras agitadas al viento.
Otros hinchas desde los colectivos se asomaban y sacaban sus brazos alentando acompasa-
damente los cánticos tribuneros.
Éramos felices de formar parte por primera vez de la élite del fútbol criollo.
Al llegar ingresamos por la calle Humboldt, exactamente por el portón más cercano hacia el
lado de Avenida Corrientes. Subir esos escalones de madera me parecieron una eternidad,
además tenía la sensación de que si les pifiaba me podía caer por el espacio que quedaba entre
cada uno de ellos.
Hacia abajo, una estructura de metal oxidada.
El estadio estaba repleto, y en la tribuna me reencontré con muchos vecinos y compañeros del
colegio. Debo reconocer que no estaba muy al tanto de los nombres de los jugadores, algunos
sí, porque los tenía presentes por las figuritas coleccionables, pero otros definitivamente no
sabía realmente quienes eran.
Cuando salieron a la cancha mi vista se posó en un gordito que llevaba puesta la camiseta nú-
mero diez del albo, en un primer momento pensé que se trataba de un hincha que había salido
junto con el equipo, porque su anatomía no respondía a lo que podía considerarse como el
cuerpo de un atleta, y pensé: ¿Este juega al fútbol?
Lo miré a Gustavo y le dije: -¿Che quién es el gordo con la diez?
Gustavo se encogió de hombros y preguntó: -¿Papá quién es el diez?
-El brasilero Andrade –contestó Lalo.
Nos miramos con Gustavo y nos sonreímos, pero Gustavo acotó
-¿Che mirá si juega como Pelé?
Yo no le contesté, más bien pensé que Andrade se lo había comido a Pele, y en mi mente re-
memoré el dibujo de El Principito donde se ve a la boa que se tragó al elefante.
Pero a poco de empezar el partido, ese gordito pelilargo, retacón y de piernas musculosas y
chuecas, le dio una bofetada a mi prematuro y osado juicio, dándome una lección de fútbol,

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