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PODES VOLAR | Javier Debarnot Gonzalez

Podes volar

de Javier Debarnot Gonzalez

La pregunta sonó caprichosa. Parecían sólo un par de palabras cargadas de inocencia lan-
zadas por un soldado novato buscando la respuesta de un gladiador de mil batallas, pero de
aquellas que habían quedado muy atrás en el tiempo. Fabián necesitaba avivar el fuego de su
alma, necesitaba una contienda épica más y ese nuevo desafío le había caído como un peque-
ño pedazo de carbón entre maderas rancias y cenizas hechas polvo.

Su corazón pedía a gritos sentir la gloria otra vez y la oportunidad había llegado. Un cente-
nar de testigos dice que se trató de un simple partido de fútbol para veteranos en Floresta
que iba a definir un ascenso a primera, pero en realidad fue una confrontación que ponía
cara a cara a dos fuerzas desiguales. Un equipo venia arrasando con todo y devorándose
crudos a sus rivales. Y el otro llegaba por el camino opuesto, sufriendo más de la cuenta,
casi dejando la vida en cada choque y resurgiendo de la muerte justo cuando los cuervos
empezaban a merodear sobre sus heridas.

No era multitudinaria la concurrencia, pero el actor estelar y arquero del equipo más débil
imaginaba miles de retinas expectantes en un símil Coliseo Romano, bramando por una lucha
épica con sabor a todo o nada, pulgar arriba o abajo para sentenciar toda una trayectoria que
ya en el crepúsculo amagaba con marchitarse.

Un error de cálculo del guerrero dejó su arco desguarnecido e hizo que el partido se pusiera 1
a 0 en beneficio de los favoritos, de esos leones que rugían en ese circo hostil. Cualquiera que
hubiese visto ese partido hubiera pensado que el viejo guardametas nunca volvería a ser el titán
de antaño y que David jamás derrotaría a Goliat.

Acabó la primera parte confirmándose toda la lógica. Hasta allí estaría llegando el recorrido del
equipo que nadie imaginaba en una final, y ya se vislumbraba el carruaje transformándose en el
zapallo de esa voluntariosa Cenicienta. Pero aunque faltaba poquito, todavía no eran las doce
y nuestro héroe lo sabía. Como tampoco desconocía que el empate no alcanzaba, por lo cual
la misión de su equipo sería sí o sí marcar dos goles para ganar.

Al salir a jugar la etapa final, las llamas de Fabián se encendieron de repente y, a fuerza de ata-
jadas monstruosas, sus diez compañeros iban a beber sorbos de la copa en la que su temple
desbordaba. Esa tarde quedaría marcada por sus hazañas. Vulneraba disparos a quemarropa
con destino seguro de red, goles en teoría hechos, pero que no iban a serlo ese sábado porque
ese era “su sábado”. Los delanteros contrarios, líderes en cualquier tabla de tantos marcados,
asistencias y efectividad, iban achicándose y ridiculizándose luego de cada intento que sucum-
bía en las manos del viejo golero de casi cuarenta abriles.

Pero ahora ese titán tenía diez aliados furiosos embanderados bajo una camiseta blanca con
vivos negros, un equipo llamado All Boys que no tenía nada que perder porque ya había llegado
demasiado lejos. Ese día, el sentido de lo imposible no encontró lugar en el cuerpo del héroe
que se despertaba de un sueño tan profundo, tan largo y con tanta abstinencia de consagra-
ciones. El contagio precedió al milagro, y aunque el empate llegaría de forma casi anecdótica,
poco tiempo después se dio vuelta el marcador en una ráfaga furiosa que pulverizó las ilusiones
de Argentinos Juniors, aquel rival tan temido, tan invencible, pero en definitiva tan humano.

Un equipo que en su último momento soltó a su jugador estrella y le encomendó una corrida
quijotesca, que culminó con un remate de esos que rozan la perfección: violento, comba-
do, venenoso y con sed de ángulo superior izquierdo. Claro que en el arco estaba nuestro
gladiador que a esa altura ya no parecía mortal. Su humanidad se disfrazó de intuición, de
malabarismo, de reflejos en estado puro. Se lanzó al aire y en ese instante sintió que su
fuego sagrado estaba más caliente que nunca. Sus dedos rozaron esa caprichosa pelota y

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