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El gran espejo

de Pablo Desimoni

Los dedos longevos de Don Cevasco se mueven inquietos pero lentos. Sus manos des-
coloridas y entrecruzadas mandan intermitentemente el parte de ansiedad que atraviesa
el cuerpo del viejo. Con la experiencia de haber cruzado tanto tiempo el mismo terreno, le
va indicando al peluquero cómo debe cortarle el bigote. El peluquero hace caso omiso de
las indicaciones del viejo, él sabe hacer bien su trabajo. Durante 57 años le hizo el mismo
arreglo en la cara a su cliente más antiguo.
Don Cevasco lleva cierta ilusión y nostalgia en el brillo de sus ojos. Mira a su nieto a la cara que
se le refleja en el espejo. Está, a causa de su juventud, un poco impávido. Las emociones de
esta tarde lo paralizan parcialmente.
-Bueno, Don Cevasco –dice el peluquero mientras le quita la manta del cuello– trabajo termi-
nado. Quedó mejor que nunca.
Don Cevasco lo mira con picardía. El peluquero alardeó un poco, sin embargo, le cayó bien el
comentario. Su nieto se le abalanza torpemente para tomarlo del brazo y ayudarlo a levantarse.
El viejo se desplaza con la gracia de los años que pasaron por sus huesos hasta dar con la silla
de ruedas. Lento como un caracol, se sienta. El nieto toma las manijas de la silla de ruedas pero
el peluquero lo aparta con un gesto cómplice en el rostro:
-Déjame que lo llevo hasta la esquina.
Don Cevasco se desentiende de la situación. La función que tienen que cumplir los demás
como motor suyo incomoda un poco su independencia. El peluquero orienta la silla y lo lleva a
atravesar la puerta del local. Al salir y buscando el camino hacia la esquina, el peluquero se le
arrima a la cabeza del viejo, de manera tal que lo pueda oír bien.
-Hacía siete, Don Cevasco, que no venía por acá. Vino sábado tras sábado desde aquella glo-
riosa tarde de 1944 a afeitarse el bigotito bien finito. Ya mi viejo lo atendía a usted y luego seguí
yo, sábado tras sábado, desde aquella épica tarde.
El nieto, impaciente ya de tanta perorata emotiva, lo corre al peluquero mientras lo saluda y le
desea un buen día. Finalmente, el peluquero se hace a un lado con media sonrisa dibujada en
la cara rasposa. Los sigue con la vista mientras cruzan la calle.
El barrio empieza a sumergirse en una niebla de fútbol. Aparecen las primeras banderas y los
primeros hinchas circulan por la calle con la misma dirección, hacia el mismo lugar. A lo lejos,
Don Cevasco hurga en un bolso que lleva consigo. Se coloca alrededor del cuello, como bufan-
da, una bandera blanca y negra.

La radio profería sin descanso la voz invertebrada del relator. Don Cevasco buscaba nervioso en
el cajón de la mesa de trabajo. Trasmitía la tensión recibida del partido a las herramientas que
se amontonaban sucias y sin mucha utilidad.
-All Boys le está ganando a San Miguel pero igualmente se está yendo al descenso –contaba
el relator con la adrenalina de una hiena– Este 2001 es fatídico para la gente de Floresta.
¡Gracias Tigre!
El taller de Don Cevasco estaba atiborrado de maderas, vidrios y herramientas. Un espejo suelto
de gran tamaño reposaba contra una pared en peligroso ángulo. El viejo tomó una tenaza rota la
volvió a soltar inmediatamente contra el cajón con furia. Luego, salió atolondrado de atrás de la
mesa rumbo a la radio, con intenciones de romperla y se llevó por delante un banquito antiguo,
de patas de hierro y base para sentarse de madera, volcó de lado y dio contra el espejo. Don
Cevasco se detuvo ante la presencia del horror y se acercó al lugar de la desgracia. Vio ahí su

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