Page 25 - ALL BOYS | HISTORIAS DE MI CLUB
P. 25
EL PACIFICADOR | Maximiliano Sacristán
cho un gran silencio de expectación. Juani contó lo de la pelea, y yo noté cómo una abuela que
se sentaba cerca se llevaba una mano a la mejilla y ponía cara de “qué pilluelos estos nenes”.
Después le pasé el micrófono a Daniel para que narrara su continuación en el vestuario, con el
viejo Amoroso poniendo orden mediante una innovación reglamentaria de su propia invención.
“¿Y cuando le contaste a tu padre qué te dijo?”, pregunté, interrumpiéndolo cual un aceitado
Mateyco. Daniel sonrió y dijo: “Que el técnico era todo un pacificador. Y los chicos lo apodamos
así, el pacificador”. Yo pedí un aplauso para los dos jóvenes que alguna vez habían vestido la
camiseta del Albo, y les alcé los brazos como un referí de boxeo que decretara empate. Luego
le entregué el micrófono al presidente del club para que cerrara los discursos y las mozas em-
pezaran a distribuir los postres entre las mesas. Los tres regresamos a nuestras ubicaciones.
No volvimos a cruzarnos durante el resto de la fiesta.
El jueves siguiente, tarde, me acerqué hasta el bar pero no entré. Pasé caminando por la vereda
con lentitud, para poder pispear por la ventana. En la mesa de la barra de amigos creí percibir
una gran jarana. Juani y Daniel relataban algo, tal vez la anécdota del sábado anterior, en la
fiesta aniversario del Albo. Bromeaban y se peleaban, esta vez, por tener la palabra, por com-
partir con los demás la situación por la que los había hecho pasar Marito, el “léido” del barrio,
que colaboraba en el área de cultura del club. Todo eso me imaginé durante los cuatro o cinco
segundos en que me demoré pasando frente a la ventana del bar de Jalil. Después seguí avan-
zando por Aranguren. Tenía ganas de caminar.
25
cho un gran silencio de expectación. Juani contó lo de la pelea, y yo noté cómo una abuela que
se sentaba cerca se llevaba una mano a la mejilla y ponía cara de “qué pilluelos estos nenes”.
Después le pasé el micrófono a Daniel para que narrara su continuación en el vestuario, con el
viejo Amoroso poniendo orden mediante una innovación reglamentaria de su propia invención.
“¿Y cuando le contaste a tu padre qué te dijo?”, pregunté, interrumpiéndolo cual un aceitado
Mateyco. Daniel sonrió y dijo: “Que el técnico era todo un pacificador. Y los chicos lo apodamos
así, el pacificador”. Yo pedí un aplauso para los dos jóvenes que alguna vez habían vestido la
camiseta del Albo, y les alcé los brazos como un referí de boxeo que decretara empate. Luego
le entregué el micrófono al presidente del club para que cerrara los discursos y las mozas em-
pezaran a distribuir los postres entre las mesas. Los tres regresamos a nuestras ubicaciones.
No volvimos a cruzarnos durante el resto de la fiesta.
El jueves siguiente, tarde, me acerqué hasta el bar pero no entré. Pasé caminando por la vereda
con lentitud, para poder pispear por la ventana. En la mesa de la barra de amigos creí percibir
una gran jarana. Juani y Daniel relataban algo, tal vez la anécdota del sábado anterior, en la
fiesta aniversario del Albo. Bromeaban y se peleaban, esta vez, por tener la palabra, por com-
partir con los demás la situación por la que los había hecho pasar Marito, el “léido” del barrio,
que colaboraba en el área de cultura del club. Todo eso me imaginé durante los cuatro o cinco
segundos en que me demoré pasando frente a la ventana del bar de Jalil. Después seguí avan-
zando por Aranguren. Tenía ganas de caminar.
25