Page 34 - ALL BOYS | HISTORIAS DE MI CLUB
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ALL BOYS | HISTORIAS DE MI CLUB
La postal
de Luciana Desimoni
Un sábado más. Cuando llegan los sábados, el calendario cambia de ritmo. Las hora pasan
como siempre sin sentido, desde la ventana solo se ve una porción fragmentada de la vida;
solo un recuadro fijo en el cual pasan, van y vienen pero nadie se queda. Las horas transcurren,
es cierto pero, sin embargo, son las 3 de la tarde. Lo sé claramente. Podría ser por el reloj que
se encuentra a unos metros de mí. Pero no. Lo sé porque presiento a la perfección los sutiles
movimientos del frente de la casa. Como si las hojas comenzaran a agitarse y a acomodar sus
formas antes de que el viento propio del movimiento y la acción lo provocaran. Me pregunto
si soy yo la que lo ve moverse o se mueven realmente. Soy yo la que incita cada uno de esos
estados o son ellos los que se estimulan en mis ojos. La casa posee una ligustrina dividida a la
mitad por dos umbrales robustos y una precaria puerta de maderas ubicadas en forma vertical,
pintadas de color blanco. Por detrás, apenas sobre la altura de la misma se divisa el vértice del
techo de chapa de una esas viejas casas “chorizo” propia de la calle Chivilcoy que parece ser
diseñada en toda su extensión para una postal del barrio. Justo frente a la puerta se extiende
dos escalones de cemento, hacia la vereda.
Es en el momento preciso cuando, debajo de la puerta, aparecen dos pequeños pies, a cin-
cuenta centímetros sobre estos se observa un ojo detrás del orificio de la cerradura. No puede
ser mi presentimiento. Debe ser así como toda la postal está predestinada a ser. Lentamente,
se abre la puerta y un niño muy delgados y con ojos saltones queda parado inmóvil, con una
pelota que se sostiene entre su antebrazo y su cadera. Estoy segura de que nunca miré con
tanto detalle sus manos sosteniéndola como esta vez. Cuando uno puede vivir lo mismo una y
otra vez, el sobresalto de lo desconocido no tiene lugar ya. Solo ahí los objetos, los pequeños
detalles cobran la magnificencia de lo que se deja ver. Blanca y negra. Hexágonos blancos en
su mayoría y exactamente dispuestos se encontraban los pocos hexágonos negros. Me cuesta
divisarlo, tardo en focalizar pero lo logro. Son escudos y, obviamente, son blancos y negros
como casi todo lo que se ve en la vestimenta del pequeño.
Desde el fondo se acerca una niña de unos 12 años de edad, viste una pollera roja gastada y
larga hasta el piso, trae en su mano un vaso de color naranja. Camina, sin saber lo poderoso de
sus movimientos, hacia la vereda y se sienta en el primer escalón, con la mirada perdida bebe
del vaso. En sus ojos, se traducen un minuto de calma. Su mirada reposa en el nihilismo de su
futuro. Por unos segundos, sus retinas se fijan sin la posibilidad de los espasmos propios de la
luz; su cara, su cuerpo y su respiración se suspenden. Casi me pierdo en su quietud cuando,
gracias a mi perspectiva y mi punto de vista, me sorprendo. El niño se acerca jugando con
la pelota, va en dirección a la niña, llega al borde del escalón, tropieza con las piernas de su
hermana y cae al suelo. Su cabeza pega contra el piso. Ella con una mano intenta evitar que el
pequeño se golpee, apoya el vaso en el piso, se pone de pie al mismo tiempo que lo levanta.
Sin lograr que aquel no llore a gritos. De inmediato, se oye un murmullo general que proviene
del interior de la vivienda, voces en su mayoría femeninas, que se interrogan acerca de la causa
de los llantos del niño. Se preguntan, se contestan. Saben todas las respuestas pero también
cuestionan sin escucharse entre ellas. A esta altura, entiendo que no importan las respuestas
solo es significativo para el grupo preguntar como parte de rol o de la función. Un “como si
importara saber” se traduce en sus gestos. Solo en sus gestos y nunca en sus actos. La niña
con el pequeño en brazos, cruza la puerta que se cierra detrás de ella, el murmullo es cada vez
más intenso y se convierte en palabras de regaño hacia la pequeña por estar en la vereda y no
haciendo las actividades domésticas. Detrás de la ligustrina, se divisa el grupo de mujeres que
castigan a la niña y luego regresan al interior de la vivienda. El murmullo desciende lentamente
hasta perderse por completo.
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La postal
de Luciana Desimoni
Un sábado más. Cuando llegan los sábados, el calendario cambia de ritmo. Las hora pasan
como siempre sin sentido, desde la ventana solo se ve una porción fragmentada de la vida;
solo un recuadro fijo en el cual pasan, van y vienen pero nadie se queda. Las horas transcurren,
es cierto pero, sin embargo, son las 3 de la tarde. Lo sé claramente. Podría ser por el reloj que
se encuentra a unos metros de mí. Pero no. Lo sé porque presiento a la perfección los sutiles
movimientos del frente de la casa. Como si las hojas comenzaran a agitarse y a acomodar sus
formas antes de que el viento propio del movimiento y la acción lo provocaran. Me pregunto
si soy yo la que lo ve moverse o se mueven realmente. Soy yo la que incita cada uno de esos
estados o son ellos los que se estimulan en mis ojos. La casa posee una ligustrina dividida a la
mitad por dos umbrales robustos y una precaria puerta de maderas ubicadas en forma vertical,
pintadas de color blanco. Por detrás, apenas sobre la altura de la misma se divisa el vértice del
techo de chapa de una esas viejas casas “chorizo” propia de la calle Chivilcoy que parece ser
diseñada en toda su extensión para una postal del barrio. Justo frente a la puerta se extiende
dos escalones de cemento, hacia la vereda.
Es en el momento preciso cuando, debajo de la puerta, aparecen dos pequeños pies, a cin-
cuenta centímetros sobre estos se observa un ojo detrás del orificio de la cerradura. No puede
ser mi presentimiento. Debe ser así como toda la postal está predestinada a ser. Lentamente,
se abre la puerta y un niño muy delgados y con ojos saltones queda parado inmóvil, con una
pelota que se sostiene entre su antebrazo y su cadera. Estoy segura de que nunca miré con
tanto detalle sus manos sosteniéndola como esta vez. Cuando uno puede vivir lo mismo una y
otra vez, el sobresalto de lo desconocido no tiene lugar ya. Solo ahí los objetos, los pequeños
detalles cobran la magnificencia de lo que se deja ver. Blanca y negra. Hexágonos blancos en
su mayoría y exactamente dispuestos se encontraban los pocos hexágonos negros. Me cuesta
divisarlo, tardo en focalizar pero lo logro. Son escudos y, obviamente, son blancos y negros
como casi todo lo que se ve en la vestimenta del pequeño.
Desde el fondo se acerca una niña de unos 12 años de edad, viste una pollera roja gastada y
larga hasta el piso, trae en su mano un vaso de color naranja. Camina, sin saber lo poderoso de
sus movimientos, hacia la vereda y se sienta en el primer escalón, con la mirada perdida bebe
del vaso. En sus ojos, se traducen un minuto de calma. Su mirada reposa en el nihilismo de su
futuro. Por unos segundos, sus retinas se fijan sin la posibilidad de los espasmos propios de la
luz; su cara, su cuerpo y su respiración se suspenden. Casi me pierdo en su quietud cuando,
gracias a mi perspectiva y mi punto de vista, me sorprendo. El niño se acerca jugando con
la pelota, va en dirección a la niña, llega al borde del escalón, tropieza con las piernas de su
hermana y cae al suelo. Su cabeza pega contra el piso. Ella con una mano intenta evitar que el
pequeño se golpee, apoya el vaso en el piso, se pone de pie al mismo tiempo que lo levanta.
Sin lograr que aquel no llore a gritos. De inmediato, se oye un murmullo general que proviene
del interior de la vivienda, voces en su mayoría femeninas, que se interrogan acerca de la causa
de los llantos del niño. Se preguntan, se contestan. Saben todas las respuestas pero también
cuestionan sin escucharse entre ellas. A esta altura, entiendo que no importan las respuestas
solo es significativo para el grupo preguntar como parte de rol o de la función. Un “como si
importara saber” se traduce en sus gestos. Solo en sus gestos y nunca en sus actos. La niña
con el pequeño en brazos, cruza la puerta que se cierra detrás de ella, el murmullo es cada vez
más intenso y se convierte en palabras de regaño hacia la pequeña por estar en la vereda y no
haciendo las actividades domésticas. Detrás de la ligustrina, se divisa el grupo de mujeres que
castigan a la niña y luego regresan al interior de la vivienda. El murmullo desciende lentamente
hasta perderse por completo.
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